Nunca estuve enganchada a la droga del odio.
Cuando pisoteaba las flores de mi huerto
y rompía la mesa que le esperaba puesta,
no recurría yo, por liberarme
de la atroz impotencia, a la droga del odio.
Solamente lloraba.
No le odié por abrasar con ácido
la seda de mis muslos y dejarlos marchitos.
Ni siquiera cuando tenía hambre
y él me daba los frutos de su vino,
amargos y morados,
corría yo a inyectarme el odio en vena.
Odio las drogas duras.
Por raro que parezca, no le odiaba
por cercenar mi risa de muchacha
y grabar a cuchillo el miedo entre mis ojos.
Y cuando al póker se jugó mi suerte,
a cambio del cangrejo dorado que una mujer
llevaba en el ombligo, no era odio
lo que me goteaba amargo por los labios:
era mi corazón hecho pedazos.
Le maté por azar, en un impulso
ciego y desnudo de cólera,
una necesidad de liberarme
y respirar al fin, que me nació de súbito
mientras él me asfixiaba con sus manos.
Pero nunca le odie, sólo le amaba.
(Del libro "Terrenal y marina")
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